Finales de noviembre de 2018. El fútbol argentino era noticia por sus escándalos. En ese momento, por el que protagonizaban Boca Juniors y River Plate, después de un partido de vuelta por la final de la Copa Libertadores que debió ser y no fue en el estadio Monumental por las graves agresiones al micro xeneize. Algunos pocos meses atrás, el conventillo lo había protagonizado la mismísima Selección Argentina en el Mundial Rusia 2018, cuando el hasta entonces entrenador, Jorge Sampaoli, perdió los estribos de un equipo a la deriva que se fue eliminado en octavos de final poco después de salvarse en la última jugada de un papelón histórico como lo hubiera sido la eliminación en primera ronda en medio de rocosos rumores de ruptura total entre técnico y futbolistas.
El equipo nacional había caído en manos de Lionel Scaloni, exjugador que había cumplido las veces de ayudante en el staff del DT saliente y era técnico de la Selección Sub 20. Venía de hacer un buen papel con el título del Trofeo de L'Alcudia, un par de triunfos ante rivales de poca monta (Irak, Guatemala) y algunos resultados decentes frente a otros de mayor jerarquía (triunfos vs. Colombia y México y derrota 0-1 con Brasil).
Entonces, la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) presentó un proyecto que sonaba rimbombante y en el que, con cierta razón a juzgar por los antecedentes previos, pocos creían: una planificación a 10 años "para evitar que ante cambio de entrenadores, los procesos fueran discontinuados".
Esas aguas calmas de las que gozaba Scaloni puertas adentro eran turbias hacia afuera. Mientras sonaban nombres como Diego Simeone, Mauricio Pochettino, Gerardo Martino y Marcelo Gallardo, por ejemplo, a muchos medios, a no pocos hinchas e incluso a muchos colegas les resultaba inexplicable que un entrenador que no solo no tenía pergaminos, sino que no tenía recorrido alguno como técnico al mando de un plantel de mayores, se hiciera cargo de la prestigiosa Argentina.
A Scaloni aquello no le movió un pelo. Como exfutbolista en el cuerpo técnico de Sampaoli y en contrapunto con el histriónico Sebastián Beccacece, había construido una buena relación con los jugadores y se había ganado su respeto. Aunque el ser interino, según él mismo contó, le sirvió para tomar decisiones con más soltura. "A lo mejor si me decían 'tenés que ser el entrenador confirmado', me jugaba por otros futbolistas", confesó en 2020.
A Claudio Tapia (el Chiqui, para todo el mundo) se le pueden cuestionar muchos aspectos del fútbol argentino, pero nobleza obliga al recordar una frase dicha en los albores de este camino, en aquel 2018: "Se está conformando un grupo que tiene una identidad, que siente algo especial por esta camiseta". Lo que en ese momento podía sonar a una declaración de compromiso y con el cassette puesto, vaya si hoy es pasible de ser mirado con otros ojos.
En aquellos primeros seis partidos, el nacido en Pujato (pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe a 200 kilómetros de la capital y a solo 13 de Casilda, de donde es oriundo Sampaoli) convocó a más de 40 jugadores, hizo debutar a unos 15 futbolistas en la Selección y nunca repitió la formación. Esa última característica la convirtió en una fortaleza que para muchos (¿la mayoría?) de los otros entrenadores del mundo es definitivamente una debilidad. ¿O acaso no se suele criticar que un equipo varíe los nombres permanentemente? Entre las razones para esgrimir el cuestionamiento está la supuesta falta de confianza que esto acarrea en los futbolistas. Scaloni, que solo repitió una vez el equipo en todo su ciclo (en los partidos de cuartos de final y semifinal de la Copa América 2019) logró el efecto opuesto: que todos sus jugadores se sientan importantes y listos para responder en cualquier momento. Así terminó apostando por un Alexis Mac Allister que tenía solo cinco partidos antes de este 2022 en la Selección, un Enzo Fernández que ¡debutó en la Mayor en septiembre! o un Julián Álvarez que había sido recambio en casi todo el ciclo y se encontró como titular desde el tercer y ya decisivo partido de este Mundial.
Las variaciones tácticas y de esquema también fueron una envidia para cualquier entrenador. ¿O acaso no se ven en los torneos de clubes a equipos que trabajan con el mismo entrenador todos los días del año y son incapaces de pasar de un 4-3-3 a un 4-4-2, por citar solo un burdo ejemplo? Argentina pudo jugar con los ojos cerrados con línea de 4 o línea de 5 en el fondo, con un 9 y dos extremos bien abiertos o con dos delanteros moviéndose más cerca de la medialuna... Una multiplicidad de variantes capaz de enloquecer a cualquier analista rival. Mérito absoluto del cuerpo técnico.
Scaloni apostó por una forma de jugar y jamás la abandonó. Su Argentina, como una araña, teje una tela por momentos con total parsimonia, a sabiendas de que la víctima en algún momento se descuidará, se enredará en sus hilos y ahí la Selección clavará su veneno. Luego, continuará esperando esa muerte lenta y, en cuanto tenga la oportunidad, asestará el golpe de gracia. Ocurrió en la Copa América que terminó en consagración histórica, en la que fueron una constante las ventajas obtenidas en los primeros tiempos y cierto sufrimiento en los segundos, algo que se volvió a ver en ocasiones -Arabia Saudita, Australia, Países Bajos- en este Mundial. Especialmente en aquel torneo en tierras brasileñas el estilo generó una catarata de memes (el goce de las primeras partes y la angustia de las segundas), pero DT y jugadores siempre tuvieron claro el ir de la mano con la propuesta.
Mal, tal parece, no le fue. El joven inexperto y la sangre nueva del equipo entraron en la historia del fútbol argentino, enamoraron al público como hacía años no se veía y no solo le dieron al país el tercer título del mundo: también dejaron las bases para lo que viene. Cuatro años después, el otrora cuestionado entrenador (que se sumó a una lista de elegidos que solo contaba con los dos entrenadores cuyas escuelas marcaron al fútbol argentino, César Luis Menotti y Carlos Bilardo) de repente ya no luce tan improvisado. Ya está en los libros dorados para siempre.